La aventura comienza en Lhasa, capital tibetana y corazón espiritual del budismo. A más de 3,600 metros sobre el nivel del mar, sus calles combinan el murmullo constante de los peregrinos con la silueta imponente del Palacio de Potala.
Desde aquí parte la ruta hacia Shigatse, la segunda ciudad más importante del Tíbet, en un recorrido de 270 kilómetros que se completa entre unas seis y siete horas. El trayecto atraviesa pasos de montaña como el Kamba La y bordea el impresionante lago Yamdrok-Tso, cuyas aguas turquesa parecen pintadas a mano.

Desde Shigatse, la ruta se vuelve aún más extrema. El camino hacia el monasterio de Rongbuk —base tibetana del Everest— es una verdadera prueba de resistencia: 340 kilómetros en unas diez horas de manejo entre polvo, curvas interminables, valles glaciares y pasos que superan los 5,200 metros.
En esta ruta, la moto se convierte en una extensión del cuerpo y la mente. Cada curva es una meditación en movimiento. Dormir en Rongbuk, a casi 5,000 metros de altitud, es dormir bajo las estrellas más cercanas a la Tierra.

Si el Everest representa la cima del mundo físico, el monte Kailash es la cúspide del mundo espiritual. Situado en el oeste del Tíbet, es una montaña sagrada que no se escala: se venera recorriéndola a pie. Llegar hasta allí implica rodar más de 1,200 kilómetros desde Lhasa, en un trayecto de al menos cuatro días por paisajes que parecen de otro planeta.
Aquí no hay hoteles. No hay caminos marcados. Solo planicies interminables, lagos sagrados como el Manasarovar y la conciencia de estar rodando por tierra santa.

Si quieres explorar aún más, puedes tomar rumbo al norte de Lhasa hacia las regiones de Nagqu y Changthang, habitadas por nómadas y yaks. Las rutas atraviesan valles solitarios, lagos congelados y pasos de montaña apenas conocidos.
Otra opción es combinar el Tíbet con Nepal, entrando por la frontera de Gyirong y regresando por una ruta circular, si los permisos lo permiten. Cada alternativa exige planeación, pero las recompensas son difíciles de describir con palabras.
No todo el mundo está hecho para el Tíbet. Sus rutas no son amables, su aire no perdona y sus silencios incomodan, pero si lo tuyo es explorar más allá del pavimento, aquí descubrirás que hay caminos que no llevan a un lugar… sino a definir de qué estás hecho.